top of page

Luto, Disolución y Presencia

  • Foto del escritor: Luis Blanco
    Luis Blanco
  • 4 ago
  • 2 Min. de lectura

El luto no es solo una respuesta a la pérdida — es una travesía. Cuando alguien muere, o cuando algo en nosotros muere — un vínculo, un paisaje interior, un modo de estar en el mundo — no se trata simplemente de soltar, sino de atravesar el espacio que se abre entre lo que ya no es y lo que aún no se ha formado.



ree


En ese intervalo, muchas veces desorientador, se anuncia la disolución. Las formas antes sólidas se deshacen: los hábitos, los afectos, las certezas. El cuerpo lo siente — él también entra en luto. La respiración cambia, el pecho se aprieta, el tiempo se dilata. A veces, parece que el suelo desaparece bajo los pies. No es raro confundir este estado con una especie de desintegración psíquica. Pero es necesario escuchar: hay algo radicalmente vivo expresándose en ese colapso.


La disolución no es destrucción. Es la oportunidad de deshacer las estructuras que ya no sostienen la vida y permitir que lo nuevo, aún informe, pueda emerger. Como una hoja que se descompone en el suelo para nutrir la próxima estación. El luto nos convoca a la entrega — no como resignación, sino como apertura. El dolor del luto es el dolor del amor que no sabe dónde posarse. Es el amor sin objeto, buscando un nuevo hogar.


Es en ese campo inestable donde la presencia se vuelve fundamental. No la presencia que busca arreglar, explicar o acelerar el proceso. Sino una presencia vacía de intención, plena de escucha. Una presencia que sabe estar con lo que está — incluso si eso es la ausencia, el vacío, el no saber. Presencia como suelo fértil para que el dolor pueda moverse, como una marea que sube y baja, sin ser represada ni forzada a partir.


En la clínica, en el espacio del encuentro terapéutico o incluso en el cotidiano de la existencia, la invitación es esta: sostener el campo de disolución sin caer en la prisa de recomponer lo que se ha deshecho. El luto necesita su tiempo. Y el cuerpo — nuestro cuerpo, que guarda y revela — es testigo y guía en ese proceso.


Cuando el luto es vivido con presencia, no se cristaliza en melancolía. Al contrario, pulsa como un rito silencioso que, a su tiempo, reorganiza la vida. No es un regreso a lo que era, sino el nacimiento de otro modo de ser, que trae consigo la marca de la pérdida, pero también una ampliación del alma. Un nuevo ritmo. Una nueva escucha. Un cuerpo más poroso a la finitud y, paradójicamente, más vivo.


Luto, disolución y presencia no son fases lineales, sino dimensiones que se entrelazan. Son caras de una misma experiencia: la de morir un poco para poder vivir más plenamente. La de dejarse tocar por lo impermanente, por lo que se escapa, y aun así decir sí — no como una afirmación forzada, sino como una rendición a la profundidad de lo real.


Es en ese espacio donde el ser se reinventa. No como antes. No como sustitución. Sino como un gesto de vida que brota, silencioso y luminoso, de las entrañas del luto.


 
 
 

Comentarios


bottom of page