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El capitalismo como máquina de producción de subjetividad

El capitalismo no es solo un sistema económico: es una máquina de producción de mundos, de formas de vida, de modos de sentir y de percibir. No actúa únicamente en la esfera de la producción y el consumo de bienes materiales, sino que atraviesa, moldea y captura la propia subjetividad. Funciona como un dispositivo difuso y multiforme que exige rendimiento, disciplina comportamientos, controla afectos, estimula deseos, excita impulsos, compara desempeños, juzga conductas, promete recompensas, impone escasez y captura la imaginación.


Esta máquina no actúa solo desde fuera hacia dentro, sino que invierte intensamente en la producción del sí mismo —coloniza el espacio interior. Orienta los modos en que nos constituimos, cómo hablamos de nosotros, cómo nos percibimos y nos evaluamos. Produce patrones de normalidad y de excepción, de éxito y de fracaso, de utilidad y descarte. Cada gesto, cada emoción, cada elección está sutilmente atravesada por este campo de fuerzas.


El capitalismo fabrica valores —no solo económicos, sino existenciales. Determina qué vale la pena vivir, perseguir, desear. Instala una lógica de productividad que penetra el tiempo psíquico, el cuerpo y las relaciones. Temporaliza la existencia con urgencia, aceleración, obsolescencia. Territorializa el mundo y el cuerpo con mapas de propiedad, control, función, consumo e identidad.


Este funcionamiento se infiltra en las instituciones que nos moldean desde el nacimiento: la familia, la escuela, la medicina, el Estado, el trabajo, los medios de comunicación, los sistemas de asistencia e incluso los espacios de cuidado y salud mental. Cada una de ellas actúa, en mayor o menor grado, como engranaje de esta maquinaria de captura de la vida.


Sin embargo, es importante percibir que esta máquina no funciona sin resistencia. Donde hay captura, también hay fuga, desvío, invención. El deseo no es completamente domesticable. Y es ahí, en los intersticios, en los márgenes y en las grietas, donde pueden emerger otras formas de vivir, de sentir, de temporalizar y de relacionarse —modos no capitalistas de existencia, que escapan a la lógica de la valorización abstracta y abren el campo a la creación de otros mundos posibles.


Instituciones evaluadoras: la producción de funcionalidad y productividad bajo la lógica capitalista


Dentro de la maquinaria capitalista, instituciones fundamentales como la familia, la escuela y la psiquiatría no actúan únicamente como espacios de cuidado o formación, sino como dispositivos de evaluación continua. No solo acompañan el desarrollo de los individuos: los clasifican, comparan, diagnostican, normativizan y, sobre todo, los evalúan según criterios de funcionalidad y productividad previamente definidos.


La familia: cuna de la normatividad afectiva y de la performance relacional


Desde temprano, la familia se convierte en el primer espacio donde se moldea lo que es “normal”, “adecuado”, “esperado”. Se observa y mide a los niños con relación a hitos del desarrollo, comportamientos apropiados, roles de género, formas aceptables de expresión afectiva. Padres, muchas veces bajo presión social y económica, internalizan los valores de productividad y éxito, y los proyectan sobre sus hijos: rendimiento escolar, obediencia, disciplina, competitividad y capacidad de adaptarse al mundo son vistos como señales de una buena formación.

La familia, así, funciona como una especie de empresa afectiva que evalúa la funcionalidad emocional y relacional de sus miembros. Niños que no “corresponden” —por sensibilidad, exceso de energía, silencio, intensidad o diferencia— son a menudo conducidos al diagnóstico, la intervención, la corrección.


La escuela: fábrica de subjetividades eficientes


La escuela sistematiza este proceso de evaluación. Organizada en torno a currículos, notas, metas, evaluaciones estandarizadas y rankings, traduce el cuerpo y el pensamiento en rendimiento medible. El tiempo escolar está estructurado por ritmos ajenos a la vitalidad de los alumnos; el saber está fragmentado, descontextualizado y jerarquizado.

La escuela no solo enseña contenidos —forma un cierto tipo de sujeto: puntual, obediente, disciplinado, competitivo, productivo. Aquellos que no se adaptan a esta lógica son clasificados como “atrasados”, “problemáticos”, “desmotivados” o “indisciplinados”. La diferencia se patologiza, y la singularidad suele tratarse como falla.


La psiquiatría: normalización bajo el disfraz del cuidado


La psiquiatría, especialmente en su vertiente biomédica e institucional, ocupa el lugar de guardiana de la normalidad mental. Su discurso —supuestamente neutro y científico— encierra normatividad social disfrazada de diagnóstico. El sufrimiento se reduce a trastorno, la singularidad a desvío, la crisis a fallo del cerebro.


La evaluación psiquiátrica a menudo se articula con el imperativo de la adaptación: el sujeto es examinado según su capacidad para funcionar socialmente, trabajar, producir y relacionarse conforme a patrones vigentes. Medicamentos e intervenciones clínicas apuntan frecuentemente a restaurar la “funcionalidad” del sujeto —no necesariamente su libertad, deseo o sentido de vida.


En la práctica, esto significa que la locura, el dolor, la no adaptación o la resistencia se tratan como patologías, y no como modos legítimos de existir, de sufrir o de crear sentido. La psiquiatría, así, actúa como una instancia de regulación de lo inadaptable —incluso bajo la bandera del cuidado.


Evaluar para normalizar: el poder como producción


Estas instituciones no solo “reflejan” la sociedad capitalista —producen sujetos que responden a su lógica. Evaluar, en este contexto, no es solo medir: es producir aquello que debe ser medido. La evaluación se transforma en un mecanismo de captura del deseo, del cuerpo, del tiempo y del pensamiento.


Funcionalidad, adaptabilidad y productividad se convierten en valores centrales, y la vida que no encaja en este molde corre el riesgo de ser invisibilizada, diagnosticada o descartada.


Pero también en este campo de fuerzas pueden surgir fisuras: espacios para crear otros modos de existir, de educar, de cuidar y de amar. Al reconocer la forma en que somos evaluados, podemos comenzar a imaginar otras formas de vivir —no centradas en la funcionalidad, sino en la vitalidad; no en la productividad, sino en la presencia; no en la adaptación, sino en la invención de mundos.


Deleuze y la crítica a la evaluación: del juicio a la potencia


Para Deleuze, el pensamiento occidental moderno ha sido capturado por un modelo del juicio —una forma de pensar organizada en torno a la comparación, la jerarquía, la identidad y la conformidad con valores previamente establecidos. El juicio se convierte en el órgano de gobierno del pensamiento: todo debe pasar por él para ser aceptado, reconocido, validado. Esto se refleja tanto en la moral como en la ciencia, la estética y la educación.


En el plano ético, esta lógica del juicio se manifiesta en la moral de rebaño que Nietzsche criticó: una moral reactiva, que juzga desde el resentimiento, desde medidas externas, desde ideales trascendentes. En el plano epistemológico, aparece como la exigencia de representación y conformidad con formas reconocibles del saber.


Para Deleuze, el problema no es la existencia de la evaluación, sino su subordinación al juicio. El juicio no permite la emergencia de lo nuevo, solo reconoce lo que ya es conforme. En lugar de liberar el pensamiento, lo reduce a la repetición de lo mismo.

Deleuze propone entonces otro modo de pensar el valor: no como adecuación a normas, sino como expresión de potencia. Evaluar, en este nuevo sentido, es medir la intensidad de un acontecimiento, la fuerza de un afecto, la capacidad de un cuerpo para afectar y ser afectado. Ya no se trata de preguntar si algo es “bueno” o “malo” en términos morales, sino si aumenta o disminuye la potencia de existir, si abre o cierra el campo de lo posible.


Esta ética de la potencia se articula con una estética de la diferencia y de la creación. El valor ya no es una medida objetiva, sino una experimentación inmanente. Una acción vale porque crea, porque abre un campo de fuerzas, porque transforma el modo de vivir y percibir. Evaluar es experimentar: probar un modo de vida, una línea de fuga, un devenir.

Por eso Deleuze afirma que “no se sabe lo que un cuerpo puede”: la evaluación solo puede darse dentro de la experiencia, como parte del propio proceso vital. No hay criterio trascendente. Hay variaciones, afectos, efectos.


En el capitalismo, especialmente en su forma neoliberal, hay una captura radical de la evaluación. La producción de valor se vuelve sinónimo de valorización monetaria, y la evaluación pasa a ser gestión del rendimiento: algoritmos, métricas, autoevaluaciones, comparaciones constantes. El juicio se automatiza.


El sistema exige que todos estén constantemente midiéndose, ajustándose, ofreciéndose como valor —pero siempre dentro de los criterios de la lógica mercantil. La diferencia se neutraliza, lo nuevo se formatea, la creación se explota como innovación.

Deleuze, en su Posdata sobre las sociedades de control, describe esta mutación: pasamos de las sociedades disciplinarias (Foucault) a una sociedad de control, donde el control es continuo y la evaluación constante. Ya no se trata de castigar o reprimir, sino de modular comportamientos, orientar trayectorias, generar sujetos adaptables y autogestionados.


Retomar a Nietzsche con Deleuze, entonces, es recuperar la evaluación como gesto creador. Es afirmar valores que nacen de la experiencia, que no se imponen, sino que se descubren en el cuerpo, en los encuentros, en la experimentación.


Esa evaluación no juzga, hace valer. Hace valer lo que escapa, lo que desborda, lo que no entra en la cuenta. Hace valer lo no-funcional, lo inútil, lo extraño, lo que no tiene valor de cambio, sino valor de existencia.


En este sentido, se puede hablar de una transvaloración contemporánea: salir del juicio como gobierno de la vida, y recuperar la vida como potencia de creación de valores.


Foucault y los regímenes de verdad: la evaluación como dispositivo de poder


Michel Foucault nos ofrece una clave fundamental para comprender la evaluación no solo como acto de medición o juicio, sino como parte integrante de los dispositivos de poder que atraviesan los cuerpos, los saberes y los comportamientos. Para Foucault, el poder moderno no es simplemente represivo, sino productivo: produce sujetos, saberes, normalidades.


A partir del siglo XVIII, con el surgimiento de las sociedades disciplinarias, las instituciones empezaron a funcionar como mecanismos de control minucioso de los cuerpos y las conductas. La escuela, la prisión, la fábrica, el hospital, el cuartel —todos son espacios donde se aplica una microfísica del poder que observa, mide, compara, clasifica, examina.


El examen, para Foucault, es la figura central de la evaluación moderna. Combina vigilancia y saber, crea bancos de datos sobre los individuos, establece jerarquías y produce verdades sobre lo que es normal, eficiente, sano o adaptado. La evaluación, en este contexto, es una forma de visibilización y de sujeción: al ser evaluados, nos convertimos en objetos de conocimiento y, simultáneamente, en sujetos que deben gobernarse a sí mismos conforme a esas normas.


Foucault también nos invita a pensar en los “regímenes de verdad”: formas históricas mediante las cuales ciertos discursos son aceptados como verdaderos y otros son excluidos. La ciencia, por ejemplo, constituye un régimen de verdad que define los criterios de lo que puede decirse, creerse o investigarse. La evaluación científica, técnica o institucional no es neutral: está atravesada por relaciones de poder.


En las sociedades contemporáneas de control, como observa Deleuze siguiendo a Foucault, el poder ya no se ejerce solo a través de instituciones cerradas, sino por medio de redes, flujos, bancos de datos, algoritmos. La evaluación es continua: está en las métricas de productividad, en las evaluaciones escolares estandarizadas, en los indicadores de desempeño, en las redes sociales y las plataformas digitales.


Evaluar, en este escenario, es formar sujetos que se autoobservan, se autoconducen, se corrigen, se ofrecen como “datos” —sujetos que interiorizan la norma y la aplican sobre sí mismos. Es lo que Foucault llamó “gubernamentalidad”: una forma de conducir las conductas a partir de una libertad gestionada.


Frente a esto, Foucault no propone un retorno a una verdad esencial ni a una libertad abstracta, sino el ejercicio de una crítica permanente. Evaluar nuestros propios regímenes de verdad, cuestionar los saberes que nos constituyen, abrir espacio para otros modos de vivir, de pensar, de experimentar. La crítica, para él, es una práctica de libertad: una manera de no ser gobernados “así”, de no ser sujetos “de ese modo”.


Integrar a Foucault en la crítica de la evaluación implica comprender que no hay neutralidad en los criterios que nos juzgan: toda forma de evaluación participa de un régimen de poder-saber. La tarea crítica no es rechazar toda evaluación, sino preguntar: ¿quién evalúa? ¿Desde qué supuestos? ¿Con qué efectos sobre los cuerpos y las vidas? Y, sobre todo: ¿es posible crear evaluaciones que afirmen la diferencia, la multiplicidad y la invención de sí?


Spinoza y la evaluación como expresión de la potencia de existir


Spinoza ofrece una ontología de la existencia que desplaza radicalmente las nociones tradicionales de valor, moral y juicio. En su filosofía, no existen valores trascendentes ni normas universales que seguir; existen solo modos diversos de ser, de afectar y de ser afectado. El bien y el mal no son categorías absolutas, sino relativas a la potencia de cada ser.


Para Spinoza, todo lo que aumenta nuestra potencia de existir —nuestra capacidad de actuar, pensar, sentir con claridad y alegría— es bueno. Y todo lo que disminuye esa potencia, lo que nos vuelve más pasivos, confusos, tristes o dependientes de causas externas, es malo. La evaluación, por tanto, no es un juicio moral, sino una lectura inmanente de lo que la vida hace con la vida.


Esta perspectiva abre un horizonte ético y político muy distinto del que estructura la modernidad occidental, centrado en la culpa, la obediencia y la norma. Evaluar, en Spinoza, es afirmar lo que contribuye a la expansión de la existencia —lo que sostiene y favorece la composición de cuerpos e ideas que aumentan la libertad, la claridad y la alegría.


En el contexto del capitalismo contemporáneo, que fabrica sujetos tristes, ansiosos, hiperestimulados y permanentemente insatisfechos, Spinoza nos invita a una inversión radical: salir de la lógica de la comparación y la carencia, y entrar en una lógica de la composición y la presencia. Evaluar, aquí, es preguntar: ¿esto que hago, que pienso, que siento —aumenta o disminuye mi potencia de existir? ¿Fortalece o debilita mis relaciones, mi claridad, mi libertad interior?


Spinoza también nos enseña que los afectos no son solo emociones pasajeras, sino fuerzas estructurantes de nuestra existencia. Evaluar la vida es, así, evaluar los afectos que nos atraviesan. Los afectos alegres nos hacen más activos, más potentes. Los afectos tristes nos hacen más reactivos, dependientes, fragmentados. La crítica, en esta clave, no es condenatoria, sino transformadora: es la práctica de elegir los encuentros que favorecen la vida.


Esta filosofía de la inmanencia, retomada por Deleuze y otros pensadores contemporáneos, ofrece una base para pensar nuevas formas de evaluación —no basadas en normas fijas o juicios trascendentales, sino en la experimentación viva de aumentos o disminuciones de potencia.


Spinoza propone así una ética de lo real: evaluar como expresión de la propia vida en su potencia de persistir y transformarse. Una evaluación no desde fuera, sino desde la composición misma del cuerpo y de la mente en acto. No se trata de “ser evaluado”, sino de sentir —con discernimiento— lo que nos hace más vivos.


Reich, el deseo y los cuerpos en el engranaje capitalista


Wilhelm Reich fue uno de los primeros pensadores en articular profundamente la sexualidad con las estructuras sociales. Su intuición central fue que el deseo humano —y especialmente su represión— no es solo un fenómeno psíquico o individual, sino una construcción social, política e histórica. La sexualidad, para Reich, es un campo de batalla entre la vida y la normatividad, entre el flujo pulsante del cuerpo y los dispositivos de contención construidos por la cultura.


En el capitalismo patriarcal, la energía vital del cuerpo es domesticada para servir a la productividad, la obediencia y la moral de la renuncia. La represión sexual no es un accidente cultural: es una pieza fundamental del engranaje de control. Para mantener el orden social basado en la autoridad, la familia patriarcal, la jerarquía del trabajo y el Estado disciplinador, es necesario modular los cuerpos, silenciar los afectos y redirigir el deseo.


Reich reveló que las formas en que sentimos, respiramos, nos excitamos o nos contraemos están profundamente ligadas a las estructuras sociales. Las corazas musculares no son solo defensas individuales, sino que expresan una forma de adaptación crónica al mundo social: el cuerpo se moldea a la sociedad tanto como la sociedad se inscribe en el cuerpo.


Hoy en día, el capitalismo no solo reprime, sino que también excita y estimula. Desplaza el deseo hacia el consumo, convierte el erotismo en mercancía, vende libertad como elección de mercado. Los cuerpos son constantemente incitados, pero también vaciados: se han vuelto superficies de performance, de autoimagen y de producción de capital simbólico. El goce está capturado por la lógica de la visibilidad, del marketing personal y de la gestión emocional.


Las psicoterapias, en su mayoría, no escapan a esta lógica. Muchas veces funcionan como herramientas de adaptación: ayudan al sujeto a ajustarse a las normas, a ser más funcional, productivo, estable, “normal”. Incluso cuando no lo pretenden, terminan por reforzar el modelo de salud como capacidad de operar dentro de los parámetros sociales vigentes. La crítica reichiana, en este punto, es fundamental: la psicoterapia no puede limitarse a regular al individuo —debe recuperar su función revolucionaria, como medio para liberar la energía vital y crear nuevas formas de vida.


Pensar con Reich hoy es pensar contra la adaptación, contra la neutralización del deseo y de la potencia pulsante del cuerpo. Es preguntar: ¿qué cuerpo produce el capitalismo? ¿Qué deseo sobrevive en la cultura de la performance? ¿Qué formas de respiración, de contacto, de vínculo y de placer son posibles más allá de la lógica de la productividad?

Esta visión, renovada con los aportes de Deleuze, Foucault y Spinoza, exige que la clínica no sea solo una técnica de cura, sino una práctica de libertad. Una práctica que ayude a desorganizar el cuerpo normalizado, a escuchar los ritmos silenciados, a sostener lo indecible —y, sobre todo, a acompañar los procesos en que la vida desea otra cosa.

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